martes, 14 de octubre de 2014

EXTRACTO DE MI TRABAJO ACTUAL:

Sí, eso es, es la continuación de "La Sombra de las Palabras". 
Espero que os guste. 

ACTO IX

La pesca del Guardarío


El Guardarío Timonel tensaba la cuerda eterna, la que siempre colgaba de su mano y con la que pescaba barbos, jarabugos y tencos. Atendía a la superficie del río con la despreocupación de la costumbre. El madero enhiesto sobresalía de las aguas, la orilla opuesta reverdecía, las nubes se tumbaban blancas y marchitas sobre las colinas, el sol de “Entrefríos” era suave y agradable. Ya tenía muchos años. Se pasó la mano libre por la dura barba y tiró de los mechones grasientos y blancos que sobresalían por debajo del viejo sombrero de paja raída que los cubría. Sus manos secas, cuarteadas, delgadas, sembradas de cicatrices y arañazos. Sus manos que habían aguantado la misma cuerda, siempre la misma cuerda de pescar, durante interminables años. Al mirarse la manos se acordó de Mari. Ella sí tenía una manos finas, limpias, blancas y suaves. Ya no recordaba cómo se sentía cuando le tocaba. Sí. A él también le había acariciado una mujer. Miró la cuerda que se hundía en el agua. A pesar de pescar todos los días de su vida, nunca había buceado bajo aquellas aguas y nunca había podido vislumbrar qué ocurría cuando los peces se disputaban el cebo, cuando mordían el anzuelo, cuando bregaban asustados hasta hacerse más daño mientras el hierro les ataba a la cuerda de la que él tiraba. Bobadas. Los peces estaban allí, en su sitio, bajo las aguas, nadando, viviendo y muriendo, como debía ser. Y él estaba allí sentado, como siempre, como todos los días, esperando que los hermosos pedazos de barbo que había dispuesto atrajesen presas grandes, gruesas y suculentas. Los necesitaba para comer y para cambiar. Pan. Se le había acabado el pan. Siempre comía pescado con pan. Algún fruto robado o perdonado y nada más. Pescado y pan. Eso sí que era comer bien. El estómago le gruñó al pensar en la comida. El desayuno había sido parco. Los escasos restos de la cena. Un pequeño calandino rosado que había caído la tarde anterior. El calandino era un pez esquivo, difícil, y se sentía orgulloso de haberlo capturado. Recordaba lo orgulloso que se había sentido al caminar por la plaza con el calandino colgando de la cuerda, el brazo erguido, la mirada ávida de los vecinos. Pero había sido una cena exigua y había tenido que guardar un poco para el desayuno pues no quería utilizar las reservas puestas en salmuera. El Invierno Corto, a veces, se hacía demasiado largo. No era cuestión de dilapidar la comida. Había tenido suerte antes de las primeras nieves y tenía buenas raciones para el caso de que fueran unas semanas muy duras. No quería acabarse la comida y luego ir pidiendo limosna, un poco de pan, un poco de pan, por favor...os lo devolveré cuando pesque más en primavera...No. Él tenía su orgullo y aunque en alguna ocasión había tenido que suplicar clemencia, un pan o dos, un poco de fruta seca o de grano molido para preparar sémola, se resistía a que eso pasase de nuevo. No quería ser como el panadero que, en los años de escasa cosecha, tenía que marcharse de la aldea para trabajar en otros sitios y a saber con qué sujetos. ¡Ah!, pero estaba divagando. Debía atender la cuerda. Miró el palo en el que rebotaba la espuma. La orilla opuesta. El espejo de las aguas.
Sus ojos cansados de mirar la proximidad del río se abrieron de par en par.
  • ¡Una embarcación! -. Exclamó. - ¡No puede ser! ¡Sí,sí! ¡No lo soñaba! Aquello era una embarcación. Había visto muchas en su juventud. Cuando había navegado con ilusiones y esperanzas como forzado en una galera por el Mar del Enfado. Se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró. Sus manos habían dejado de sujetar con firmeza la cuerda. La sorpresa y la incredulidad le hacían descuidarse. Un pequeño tirón hizo que la cuerda se deslizase suavemente de sus manos - ¿Eh? ¡Maldita sea! -. La distracción le podía costar cara. Sin cuerda y sin peces. Dirigió la vista al extremo que se hundía en el agua y la sujetó con fuerza. Fue un momento. Ya la había asegurado. Se maldijo a sí mismo por ser tan descuidado. ¡Pero es que la sorpresa había sido mayúscula! Hacía muchos, pero que muchos años que ninguna embarcación ascendía por el río. Aquello era todo un acontecimiento inesperado. Levantó los ojos y los dirigió hacia donde estaba el navío. Pero no estaba. - ¿Cómo? -. Casi se llevó más sorpresa que antes. ¡Lo había visto! - ¿Qué ocurre aquí? -. Exclamó, pero esta vez no se descuidó y continuó sujetando bien el extremo del que tiraba algún pez.
    En el río no había nada. La luz caía sobre el movimiento del agua y arrancaba rápidos destellos. El horizonte se veía limpio y libre. Tenía remos, de eso estaba seguro. Remos. Lo había visto. Diez patos silvestres de plumaje negro y verde sobrevolaban el río. No había nada sobre sus superficie. Nada que no fuera el aire transparente. Se plantó para ver mejor y más lejos. Oteó detenidamente todo lo que divisaba. Nada. Nada. Se volvió a sentar y pensó en el pez que se debatía al final de la cuerda.
    - ¡Ya voy, ya voy! ¡Tienes ganas de morir pronto! -. Le dijo. Poco a poco extrajo la cuerda y la cabeza de un barbo dorado emergió con los ojos claros. - ¡Hoy comeré bien! -. Se alegró. Levantó la vista para buscar el barco. Nada. Negó con la cabeza mientras izaba el pez. - No lo he soñado. ¿o tal vez sí? -. Rumió mientras cogía el barbo con las manos, lo desenganchaba y lo metía en la destartalada cesta de mimbre que siempre llevaba consigo. Tomó la botella de agua y bebió un sorbo. - ¡Solo es agua! -. Se dijo. Remiró otra vez. - No estoy borracho. He visto una barca en medio del río, de eso estoy seguro. Pero al momento siguiente ya no estaba. Este pueblo se está volviendo inhabitable. Dragones, niñas peligrosas, magos, cajas que se mueven y ahora...embarcaciones que desaparecen...- Tiró la cuerda al río tras poner en el anzuelo otro trozo de barbo tratado para atraer a los peces. - Si no fuera porque soy demasiado viejo, me iba....- se lamentó mientras regresaba con sus ojos al palo, al paisaje y a las aguas silenciosas.

          Pascual Sancho