domingo, 10 de mayo de 2015

ACTO ESPECIAL.

EXTRACTO DE UN CAPÍTULO ESPECIAL INCLUIDO EN MI NUEVA NOVELA EN CONSTRUCCIÓN.


INTERLUDIO: LAS VIVENCIAS DE ISAAN 


Fuera justo o no, Isaan estaba allí, escudo y lanza, vigilando la niebla ondulada, dorada, mágica, que se doblaba sobre la tierra seca y quebrada, como el polvo que se levanta tras las sandalias de los soldados, o el que se alza cuando la tierra es arada, o el que vuela cuando los hombre viejos pisotean los campos al anuncio de la primavera. Estaba allí y en su mirada de ojos castaños se clavó la primera imagen, la esperada.
Era una ciudad, pero no lo era. Si a un cúmulo de edificios superpuestos, oscuros y tristes, esbeltos y lúgubres unos, raquíticos y apolillados otros, se le puede llamar ciudad, pues sí, aquello que se ofrecía a sus ojos, lo era. Sin embargo, a él le recordaba a una colmena.
Los gritos habían cesado un poco antes de que la niebla pérfida se disipara y la visión que se le ofrecía era pobre y lastimosa. No había ventanas, ni puertas, ni huecos en las fachadas de las adustas casas, como si quienes las habitaran penetrasen en ellas como fantasmas o por agujeros ocultos a la vista enterrados en el suelo. Solo se distinguían aquellas paredes negras, gastadas y sombrías. Y unas columnas de humo gris retorcido que se alzaban entre virutas incandescentes como si un incendio asolase alguna plaza oculta en mitad de la ciudad extraña. Y olía a muerte, a carne quemada, a grasa derretida.
Isaan apretó el mango de la lanza con fuerza. El calor de la madera acarició la palma de su mano, sus dedos firmes y duros. También apretó el escudo contra su pecho. Notaba la tierra prieta bajo sus sandalias de cuero y el vientre débil por un súbito espanto. El cielo era azul, no cabía la menor duda, una vez despejadas las miasmas. En sus mejillas se encendió una gota de sudor inesperado. La barba sucia le picaba. A su lado, Ralán quizás se estremecía como él mismo.
Ahora que la niebla se había esfumado, se consumaba la espera. Era lo que había estado deseando durante aquellas semanas lentas y aburridas y, en aquel momento, en el que se cumplía su deseo, se arrepentía de sus palabras soeces, de sus pícaras bravatas, de sus maldiciones insensatas. Sin la niebla, la batalla se acercaba.
El silencio recorría las espaldas de los hombres con un escalofrío.
Miró a sus compañeros. Ralán le devolvió la mirada y una sonrisa de conformidad y esperanza. Eigor, al otro lado, tenía los ojos tristes y quizás pensara en su esposa y sus hijos lejanos.
De repente, la cota de malla aumentó de peso y se volvió incómoda, aunque no le importó llevarla pues le protegería. Eso le había dicho el mago. Le había tocado el hombre derecho la otra tarde, mientras vigilaba la niebla, y se había sentido grande y fuerte, protegido y nuevo, como si hubiera descansado una semana entera mientras estaba de guardia como centinela.
  • Te traerá suerte, no temas...- le había dicho.
    Sus ojos azules y dorados, sus barbas blancas, sus palabras solemnes y ciertas. Confianza. Seguridad. Eso es lo que había sentido al escucharle. Luego, aunque se había ido enseguida, su presencia permanecía junto a él, como una sombra más adherida a la suya propia.
  • ¿Crees que vendrán pronto? -. Preguntó Eigor con voz muy tenue. Quizás temiera que sus palabras provocasen el ataque de forma inmediata.
    Las casas negras se acumulaban una encima de otra, como piedras inconexas en una pared improvisada. El humo oscuro ascendía y se disipaba en el cielo azul. Las virutas incandescentes eran arrastradas por un viento que allí, en sus filas, no soplaba.
  • Es lo que estábamos esperando, ¿no? -. Respondió. Hizo que no le temblara la voz pues quiso infundirle ánimo y apoyo a su compañero.
  • No parece que haya nadie ahí ahora que han enmudecido -. Advirtió Ralán sin demasiadas esperanzas.
  • ¿Tendrán flechas? -. Temió Eigor.
  • O quizás cosas peores.....- se estremeció Ralán.
  • Y no tenemos nada tras lo que parapetarnos, amigos -. Admitió Eigor sin mucho entusiasmo.
  • Sí que tenemos algo -. Movió ligeramente el escudo. Las palabras de Eigor molestaron a Isaan. La desconfianza que anidaba en ellas era un presagio funesto. Pensó en su hija, en su esposa, en el cachorro de lince que había cuidado con cariño cuando era niño, en sus ovejas, en su perra obediente, en los límites lejanos de sus campos de pastoreo, en lo que más amaba. - Tenemos el escudo y la lanza. Y luego, la espada y la daga. Están aquí, con nosotros. No nos darán la espalda.
    Eigor suspiró y ladeó la cabeza como moribundo que se enfrenta a su pronta expiración.
  • Solo si crees que vas a morir, vas a hacerlo -. Añadió Isaan con firmeza. Quizás pensaran que era un insensato, un loco o que la Frontera había acabado con su escasa sensatez, pero las palabras le salieron de lo más profundo del espíritu.
  • Yo no creo que vaya a morir...hoy...- dijo Ralán, angustiado -...bueno, por lo menos eso espero -. Finalizó incómodo.
  • Nadie de los que estamos aquí piensa que morirá con toda seguridad -. Se quejó Eigor.
    Por un momento, Isaan inclinó su cuerpo hacia atrás y observó a su izquierda la larga fila de espaldas cubiertas por el lienzo rojo de los vestidos, los cascos relucientes, las mallas en las piernas de sus compañeros. Alguno quizás pensaba como él pues sus ojos se encontraron y se sonrieron antes de volver a su posición adecuada.
  • ¿Y ellos también deben pensar lo mismo? -. Dio Ralán refiriéndose al enemigo ausente.
    Isaan no entendió las palabras de su amigo. Los ejércitos del Tejedor de Muerte deseaban la muerte. Eso era lo que siempre había escuchado. Había oído relatos de soldados veteranos que habían combatido en la Frontera y en los que siempre se mencionaba la poca estima que tenían por su propia existencia los Rugons, lo Madrons o cualquier otro monstruoso súbdito del Enemigo Oscuro. Quizás ellos pensaran que sí morirían aquel día.
  • No debe importarnos eso a nosotros -. Corrigió a Ralán. - Por mí, podrían morirse todos ahora mismo antes de venir a combatirnos. Podríamos entrar en eso que parece una ciudad y encontrarlos muertos a todos. Celebraríamos una fiesta y quizás nos enviasen a la retaguardia, o a vigilar las tiendas de la Emperatriz -. Arqueó una ceja ilusionado.
    Los tres callaron por un instante. ¡Vigilar las tiendas de la Emperatriz! ¡Qué ocurrencia! pensaron los tres al unísono, pero ninguno dijo nada al respecto. Eso estaba reservado para los soldados de élite. No era misión para ellos, simples soldados de a pie. Aunque hubieran combatido y sobrevivido a las primeras batallas aún les quedaban muchos méritos y hazañas que cumplir para ascender a esa categoría.
    Mientras duró aquel silencio, Isaan recordó los días de marcha atravesando Adentor y la dura batalla del Puente Claudio, y también cuando había permanecido en retaguardia atendiendo a los heridos o conduciendo a los muertos a los Árboles del Luto o cargando provisiones y armas para los soldados que luchaban en el frente o el azaroso deambular por las tierras de la Frontera y el toque del mago. Aquel toque misterioso y sutil. ¿Por qué lo había hecho? ¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría con los Donions? ¿Dónde estaba aquel Dragón escupefuego?
  • Isaan, ¿crees que vendrá el Dragón? -. Le preguntó Eigor.
  • Eso es lo que me gustaría, Eigor -. Respondió sin mucha confianza.
    ¿Por qué no iba a ser así? Se preguntó Isaan. Allí estarían todos: El Dragón, los magos, los veteranos de la Frontera. Aquella era la primera ciudad de Hertzum que podía caer en sus manos después de muchos siglos. Eso le hizo estremecerse. ¿Cómo podía el Enemigo Oscuro dejarla caer sin un lucha feroz e implacable?
    Sus palabras le hicieron fijarse en la ciudad descubierta. La espesa niebla que la había ocultado debía haberse retirado por alguna oscura razón, pensó. ¿Cual sería? Nada bueno, seguro, se dijo. Desde la sangrienta victoria del Puente Claudio, el camino a través de las desoladas praderas de la Frontera había sido un fácil paseo. Nadie se les había enfrentado, salvo aquel vuelo infame de Cortadores de Alas a los que el Dragón había destruido con facilidad. Luego, cuando los magos habían anunciado que el País del Enemigo quedaba a menos de un día de camino y que la primera ciudad aparecería ante sus ojos aquella tarde, había llegado la niebla dorada y densa y el ejército se había detenido.
Y ahora, allí estaba él, contemplando una montaña confusa de construcciones desprovistas de protección amurallada alguna, oscura y ominosa, como el país en el que se habían adentrado y que pensaban conquistar. Y no estaba solo. Las filas de soldados de Adentor se extendían hacia ambos lados, como un rastro rojo de sangre recién derramada, brillante de lanzas y escudos.
  • ¡Ufff...! - suspiró Ralán -....hubiera preferido que la bruma no se levantase...- añadió.
    El superior se acercaba.
  • Silencio -. Le aconsejó Isaan.- Losn tiene malas pulgas -. Se cuadró aún más firme si cabe. Sujetó con fuerza las armas y encajó su vista al frente, como si estuviera grabando en su memoria cada una de las aristas de las esquinas de la ciudad revelada.
    El superior pasó con marcialidad ante ellos sin dirigirles ni una mirada de reprobación o contento. Su mandíbula cuadrada, rasurada y orgullosa hendía el silencio con que le obsequiaban los soldados.
Cuando Losn se hubo alejado, el sonido de los caballos llegó hasta ellos. No podían girarse para curiosear, so pena de verse castigados, pero sabían que los jinetes estaban preparados tras ellos. Con una simple orden, abrirían sus filas y la caballería cabalgaría hacia el enemigo como un río desbocado.
  • Tal vez los manden a ellos primero....- susurró Ralán, sin mucha convicción.
    Isaan parpadeó escéptico.
  • ¡Eh, mirad! -. La voz de Eigor, demasiado alta y sobrecogida, sorprendió a varios soldados.
    Frente a los edificios negros, emergiendo de la tierra, aparecían formas indefinidas de personas o seres grotescos de dos piernas. Desde la distancia, su silueta era oscura y de tamaños diferentes.
  • Parecen Rugons...- murmuró Eigor con voz temblorosa -...e incluso parece que también hay Dravons...- titubeó.
  • ¿Qué ves, Isaan? -. Le preguntó Ralán.
    Siempre había tenido buena vista. Excelente, era la palabra exacta para definirla. Veía con una claridad y a una distancia tal que sus camaradas le llamaban en ocasiones “Ojos de Varana”. Todo el mundo sabía que la Varana era un ave que distinguía a sus presas desde muy arriba en el cielo y que era mucho más diestra y hábil que las poderosas Águilas Ceniceras. Pero Isaan sabía, además, que no poseía únicamente una vista espectacular, sino que estaba en su naturaleza la comprensión del número exacto de las unidades que distinguía con una mirada. Así, podía observar una porción de arena en una playa y decir, sin margen de error, el número justo de granitos de arena que había en ella o podía observar un pino jorobado y exponer el número de agujas que tenía en las ramas, cuales estaban enfermas y cuantas se preparaban para caer.
  • De momento cuento ochocientos veinticuatro Rugons -. Dijo al cabo. - Pero salen muchos más. Al ritmo que van, en cinco minutos serán más de cinco mil....- se inquietó. El ejército de la Emperatriz era mucho más numeroso pero el enemigo era fuerte, agresivo y formidable.
  • ¿Hay Dravons, Isaan? -. Preguntó Ralán nervioso.
    Sí, los había.
  • Menos que Rugons -. Respondió.
    El compañero bufó desalentado.
  • ¡Ah, cuando nos lanzarán al ataque! -. Se quejó Eigor que se impacientaba. El miedo le ponía nervioso y la incomodidad la mitigaba con quejas.
    Ni Ralán ni Isaan le respondieron. Ambos pensaban que era mejor estar allí, en la tensa espera, que cargar contra aquellas bestias inmundas que brotaban de la tierra seca como ortigas negras.
    Un penacho de humo amarillo y gris pasó sobre ellos arrastrado por una brisa invisible.
  • Esto ya ha comenzado -. Murmuró Isaan.
    Un grupo de soldados situados a su izquierda, tal vez dos compañías de doscientos hombres cada una, inició el camino hacia el frente.
    El enemigo no se organizaba sino que se agrupaba en pequeñas hordas. Las figuras más altas y esbeltas, los Dravons, se alejaban de las más pequeñas.
    Sonó un fiscordio. Fue un rugido majestuoso y potente que estremeció a los soldados. Aquel poderoso canto borró el miedo de sus corazones como si hubiera derramado agua sobre el viento.
    El enemigo corría hacia ellos y levantaba una estela de polvo.
    Entonces, una figura enorme les sobrevoló y su sombra fugaz pasó como una exhalación.
  • ¡El Dragón, El Dragón! -. Gritaron los hombres y le vitorearon todos.
  • Tal vez no tengamos que luchar -. Se alegraron los tres al unísono.
    Si embargo, para su sorpresa y pesar, el Dragón se alejó de los desorganizados enemigos que corrían hacia ellos y se concentró en la ciudad. Una llamarada brotó de sus enormes fauces e hizo estallar varias casas. El rugido de la explosión llegó hasta ellos unos instantes después.
    Los chillidos y los bramidos de los Rugons les alcanzaron. Los Dravons, más retrasados, avanzaban caminando. Aquellos seres grotescos parecía que ansiaban la muerte, pensó Isaan, al verlos correr desesperados y ansiosos.
    Los soldados que se habían avanzado se detuvieron, alzaron las lanzas y clavaron los escudos en tierra. Se parapetaron y aguardaron la embestida.
    Antes de que les alcanzaran los monstruos, una nube de flechas brotó de sus espaldas, realizó una parábola perfecta y se abatió sobre los impetuosos corredores como la lluvia.
    Numerosos Rugons se detuvieron en seco, como si hubieran chocado contra un muro de acero. Algunas de las flechas prendieron en sus cuerpos peludos y en su último sufrimiento propagaron las llamas entre sus congéneres.
  • ¡Bien! -. Rugió Eigor.
    La destrucción del Dragón era intensa en la ciudad. Las columnas de fuego y la destrucción de los edificios superpuestos se sucedía con abrumadora facilidad. Isaan presentía que la victoria estaba próxima y se alegraba de no haber participado para nada en ella. Se conformaba con contemplarla desde la distancia. Habría tiempo de sobra para heroicidades, suspiró.
    Los Rugons supervivientes superaron a los caídos y se abalanzaron hacia los escudos. Los soldados los rechazaron y se mantuvieron firmes en sus posiciones.
  • Quinientos veintisiete...- murmuró Isaan.
  • ¿Quinientos veintisiete? -. Inquirió Ralán.
  • Son los que han muerto ya...aunque el Dragón no ha impedido que surjan más del suelo. Parecen hormigas acosadas por el hambre...- respondió éste.
  • ¿Ahora hay más? -. Preguntó Ralán contrariado.
  • Dos mil dieciséis más -. Respondió el interpelado. No iba a ser una victoria tan fácil.
  • ¿Y los Dravons?
  • Doscientos justos. Esos sí parecen enemigos más peligrosos. Se han parado y esperan que los Rugons abran alguna brecha en las filas de nuestros soldados.
    Ralán murmuró una queja.
  • ¿Cómo son? No los veo bien...- susurró.
    Isaan los veía perfectamente. ¿Cómo definirlos? Eran seres extraños, tan oscuros como estatuas de ébano. Iban desnudos y no tenían sexo. En sus rostros no había ojos, ni nariz, ni boca alguna. Eran simples globos oscuros sin gestos ni sentimientos. Eran grandes, esbeltos y sus músculos parecían esculpidos en negro mármol; se movían con agilidad y la espada que portaban parecía una prolongación natural de su mano negra.
  • Parecen de piedra oscura -. Acertó a decir. Sí. De piedra viva, animada por alguna forma de magia inquietante y maligna.
  • ¿Piedra? No son de carne -. Protestó Ralán.- ¿Cómo se supone que vamos a matar a bestias de piedra? -. Añadió confuso.
  • ¿Con magia, con golpes? -. Terció Eigor, más tranquilo y confiado.
    Otro penacho de humo flotó sobre ellos. En esta ocasión era amarillo, gris y azul.
    Inconscientemente, Isaan miró el bordado de su manga izquierda, la del brazo que sujetaba el escudo. Tres franjas idénticas a los colores del cielo lucían allí.
  • ¡Nos toca! -. Exclamó con pesar.
  • ¡Maldición! -. Rugió Ralán.
  • ¡Avanzad! -. La voz del superior bramó a su espada.
    El primer paso fue el más difícil. El siguiente ya fue más natural y con el tercero la preocupación abandonó su semblante. ¿Por qué iba a morir ese día?
    Los Rugons, unas bestias peludas, de rostros confusos y pequeños ojos, bramaban y golpeaban a sus compañeros, allá a lo lejos, pero no lograban desbordar su posición. Caían y morían a cientos, pero venían más tras ellos.
    Ya no podían detener el avance. Tras ellos venían más compañeros. El polvo, los gritos y los aullidos volaban juntos.
    Los Dravons esperaban. El Dragón no reparaba en ellos, ensañado en la ciudad. En aquellos momentos, había comenzado a cerrar los agujeros por los que brotaban Rugons sin parar. El olor a carne quemada alcanzó su nariz. El sonido de pisadas se hizo firme y fuerte. Los Rugons iban hacia ellos, habían desbordado la línea. Corrían con desesperación, con ansiedad, como bestias salvajes ávidas de sangre.
  • ¡Deteneos! -. Gritó el oficial a su espalda. - ¡En posición! ¡Con firmeza y valor!
    El bramido de aquellos seres les llegó nítido. Llevaban el torso desnudo, los brazos cubiertos de cuero viejo o telas desgarradas, eran gruesos y bajos, tenían los rostros completamente tapados por el hirsuto y sucio pelaje, con los ojos negros y maliciosos, sedientos y violentos, y las manos anchas con las que empuñaban hachas pesadas, espadas cortas, cuchillos y mazas. No llevaban escudos ni protección alguna.
    Una nueva descarga de flechas les detuvo de nuevo. Polvo, gritos, fuego. La amalgama de sensaciones estridentes y horribles le ensordecieron. Tras el caos, los Rugons se repusieron y les embistieron bramando.
    Isaan sintió el golpe en el brazo mientras el Rugon se ensartaba en la lanza. Una espada larga voló hacia él pero la detuvo con el escudo. Movió la lanza y la introdujo en las tripas oscuras de otro monstruo. El herido abrió la boca y escupió sangre hacia él. Luego cayó. Venían más. Retiró la lanza. A su lado, Eigor sufrió la embestida de un Rugon particularmente grande. Su lanza penetró en el pecho de la bestia y se quebró.
  • ¡Maldita sea! -. Gritó éste pues se había quedado sin arma larga.
    Varios Rugons golpearon el escudo de Eigor y lo echaron al suelo. Habían abierto una brecha.
    Isaan vio como uno de aquellos salvajes levantaba su hacha mellada para descargarla sobre el vientre de su amigo. Volteó la lanza y alcanzó al enemigo en el brazo. La sorpresa desfiguró el rostro del Rugon mientras se desembarazaba de la lanza. Eigor aprovechó el momento para ensartarlo con su espada corta. El enemigo cayó hacia el costado. Dos compañeros ocuparon el hueco que había dejado Eigor y empujaron a las nuevas bestias que se abalanzaban sobre ellos.
  • ¿Estás herido? -. Preguntó Isaan.
  • ¡No,no! -. Gritó Eigor mientras se levantaba.
    Entonces, como si se hubieran acabado los enemigos peludos, aparecieron los Dravons. Eran tan grandes que se alzaban sobre sus cabezas más de un cuerpo entero. Como carecían de rostro nadie podía determinar qué sentimientos les espoleaban en aquellos instantes. Eran esbeltos y sus cuerpos negros, como de ónice, se movían rápidos y brutales. Descargaron las espadas sobre los soldados que les habían adelantado instantes antes y quebraron sus escudos. La sangre de sus compañeros regó la tierra polvorienta.
  • ¡Malditos! -. Bramó Isaan, pero ya la espada de aquel gigante se abatía sobre él.
    Movió el brazo con rapidez y el arma dividió el escudo en horizontal. Se sentía como borracho de ira y odio hacia aquel ser abyecto y enorme. Le tiró un lanzazo y el arma se quebró, como si hubiera chocado contra una roca.
    Alguien le golpeó por la derecha y sintió un dolor atroz y profundo. Mientras caía vio pasar una espada sobre su cabeza que le tiró el casco y escuchó un estallido metálico que le ensordeció. Había sangre roja en el suelo, pelos, restos humanos. Por el rabillo del ojo, mientras el polvo se espesaba, vio al Dravon asediado por varios soldados. Le dolían las costillas pero no sentía la humedad de la sangre. ¡Qué dolor! Susurró. Una forma humana voló sobre él y sus pies le golpearon. Otra persona le cayó encima. Se estaba enterrando entre caídos. Más gritos. Cascos, caballos. Una forma acorazada cargó contra el Dravon con tal ímpetu que el impacto derribó al animal. El jinete de acero voló por los aires y cayó con estrépito. El caballo bramaba y trataba de levantarse. Isaan apartó el cadáver que tenía encima. El caos danzaba a su alrededor. El Dravon parecía más bajo y había perdido las armas. No sabía cómo pero no tenía espada ni daga. El trozo de escudo aún pendía de su brazo. Se levantó y lo tiró. Había muchos jinetes asediando a los Dravons. Los Rugons alfombraban el suelo o ardían en piras. El enemigo de piedra que le había empujado no podía levantarse. No tenía piernas. No sangraba. Era como si se hubiera roto una estatua vulgar y corriente. El jinete que lo había derribado llevaba una maza. La tenía aferrada a su mano muerta. Era un arma. El Dravon se arrastraba por el suelo. Se había quedado sin el brazo de la espada. Las estrías de su cuerpo no goteaban sangre ni dolor. Isaan cogió la maza, caminó renqueante y embotado hacia el Dravon, esquivó el brazo que le quedaba y descargó toda su furia sobre la cabeza de éste. Como si hubiera golpeado una roca, el cráneo estalló en esquirlas negras. Después, el Dravon cayó al suelo. Se sentía muy cansado y aturdido. ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Cómo iba a buscarlos entre aquel caos de cuerpos, polvo y gritos?
    Los jinetes acabaron con los Dravons restantes. El Dragón sobrevolaba el cielo y lanzaba llamaradas muy finas para incinerar a los Rugons que aún pululaban como hormigas perdidas.
    De repente, una luz repugnante inundó de una claridad devastadora el aire. Isaan se ahogaba envuelto en aquel resplandor acongojante. Sintió que se quedaba sin fuerzas, que el dolor de sus costillas se acrecentaba como si fuese un parásito y quisiese agujerear su cuerpo. Y tras el dolor llegó el abandono. ¿Qué le importaba morir allí mismo y en aquel preciso instante? Ya no habría más dolor, ni más dudas, ni más abatimiento. ¿Qué era la vida sino un tránsito infinito e inútil por una senda interminable de dolor? Sus pensamientos se volvieron lúgubres y trastornados. Si en aquel mismo instante un verdugo hubiese reclamado su cabeza, se la hubiera ofrecido con alegría, con excitación y sin remordimientos.
    Observó a su alrededor, necesitado de acabar con su vida. Todos los supervivientes se habían arrodillado o acuclillado esperando, como él, arrojar su existencia al abismo de la muerte. Era un deseo irreprimible, consciente y necesario.
    La luz parpadeó un instante y el cielo recobró su color azul desvaído. Los penachos de humo coloreado lo sobrevolaban.
    ¿Qué era lo que había deseado? ¡Morir! Sintió que se asqueaba. ¿Cómo podía pensar semejante cosa? ¡Sobreviviría!
  • ¿Qué nos ocurre? -. Preguntó alguien que se incorporaba a su lado. No era nadie conocido. Un soldado más, un compañero inesperado.
    Miraron al frente. Había muchos más como ellos dos que se recobraban, que renacían. Aquel impulso había cesado tal y como había llegado. Recogió la maza. Sus ojos claros y hábiles distinguieron la lucha. El mago tenía el aspecto de un gigante y brillaba. Mejor dicho, relumbraba. A su alrededor parecía que se había instalado una tormenta de relámpagos que centelleaban con indómita velocidad. Su rival era indefinible. Constituía una forma física amorfa, cambiante, como una nube volcánica insuflada de violencia y terror.
    El trueno ensordecedor llegó de repente. El mismo aire se rompió en pedazos y golpeó a los soldados con tal fuerza que levantó a los más próximos como hojas arrancadas por el otoño.
    Isaan se golpeó la espalda y a punto estuvo de clavarse una espada abandonada en su caída.
  • ¿Qué es eso?
    El humo se alzaba sobre el mago. La luz del día caía en su masa y perecía. Crecía cual niebla embravecida.
    Isaan tuvo miedo. La niebla oscura se había tragado al mago reluciente.
  • ¡Viene! -. Gritó alguien tan cercano y desesperado que tembló al escucharlo.
    ¿Quién venía?
    La niebla, solo la niebla densa, oscura, irritante.
    Sin embargo, de pronto, se detuvo. Como si hubiera alcanzado un límite invisible que no podía superar. Y, a partir de aquel punto, comenzó un retroceso aún más rápido mientras se desvanecía.
    El soldado respiró aliviado y se incorporó para observar qué ocurría.
    La niebla se retraía, se guardaba en sí misma, se retiraba.
    Llegó a un punto en que la figura del mago cuyo resplandor había aumentado emergió y la destrozó en diminutos jirones hasta hacerla languidecer sobre el suelo cargado de muertos.
    Luego, lentamente, la forma alta de una columna de piedra negra fue lo último que se percibió con nitidez.
    El mago avanzó hacia ella y la golpeó.
    La columna se estremeció y se derrumbó sobre sí misma levantando una ola de repugnancia.
    Así acabó todo.
    Isaan vio como la ilusión con la que había percibido el gigantesco tamaño del mago se descubría un engaño.
    Un regimiento de jinetes pasó cercano y cabalgó hacia la ciudad negra. Sintió ganas de vitorearles.
    Ya solo quedaban cadáveres a su alrededor. Soldados, compañeros, desconocidos. Rugons, Dravons. Y heridos, gritos y lamentos.
    Se miró en el rostro de los hombres. Vio fatiga y alivio. Había sobrevivido. Por el momento.
  • ¡Adelante! -. Gritó alguien.
    Era un comandante. ¿De dónde venía?
  • Vamos amigos...- se escuchó decir. No veía a Eigor y a Ralán por ninguna parte. - Espero que no hayan muerto...- suspiró.