EXTRACTO DE UN CAPÍTULO ESPECIAL INCLUIDO EN MI NUEVA NOVELA EN CONSTRUCCIÓN.
Te
traerá suerte, no temas...- le había dicho.
Sus
ojos azules y dorados, sus barbas blancas, sus palabras solemnes y
ciertas. Confianza. Seguridad. Eso es lo que había sentido al
escucharle. Luego, aunque se había ido enseguida, su presencia
permanecía junto a él, como una sombra más adherida a la suya
propia.
¿Crees
que vendrán pronto? -. Preguntó Eigor con voz muy tenue. Quizás
temiera que sus palabras provocasen el ataque de forma inmediata.
Las
casas negras se acumulaban una encima de otra, como piedras
inconexas en una pared improvisada. El humo oscuro ascendía y se
disipaba en el cielo azul. Las virutas incandescentes eran
arrastradas por un viento que allí, en sus filas, no soplaba.
Es
lo que estábamos esperando, ¿no? -. Respondió. Hizo que no le
temblara la voz pues quiso infundirle ánimo y apoyo a su compañero.
No
parece que haya nadie ahí ahora que han enmudecido -. Advirtió
Ralán sin demasiadas esperanzas.
¿Tendrán
flechas? -. Temió Eigor.
O
quizás cosas peores.....- se estremeció Ralán.
Y
no tenemos nada tras lo que parapetarnos, amigos -. Admitió Eigor
sin mucho entusiasmo.
Sí
que tenemos algo -. Movió ligeramente el escudo. Las palabras de
Eigor molestaron a Isaan. La desconfianza que anidaba en ellas era
un presagio funesto. Pensó en su hija, en su esposa, en el cachorro
de lince que había cuidado con cariño cuando era niño, en sus
ovejas, en su perra obediente, en los límites lejanos de sus campos
de pastoreo, en lo que más amaba. - Tenemos el escudo y la lanza. Y
luego, la espada y la daga. Están aquí, con nosotros. No nos darán
la espalda.
Eigor
suspiró y ladeó la cabeza como moribundo que se enfrenta a su
pronta expiración.
Solo
si crees que vas a morir, vas a hacerlo -. Añadió Isaan con
firmeza. Quizás pensaran que era un insensato, un loco o que la
Frontera había acabado con su escasa sensatez, pero las palabras le
salieron de lo más profundo del espíritu.
Yo
no creo que vaya a morir...hoy...- dijo Ralán, angustiado
-...bueno, por lo menos eso espero -. Finalizó incómodo.
Nadie
de los que estamos aquí piensa que morirá con toda seguridad -. Se
quejó Eigor.
Por
un momento, Isaan inclinó su cuerpo hacia atrás y observó a su
izquierda la larga fila de espaldas cubiertas por el lienzo rojo de
los vestidos, los cascos relucientes, las mallas en las piernas de
sus compañeros. Alguno quizás pensaba como él pues sus ojos se
encontraron y se sonrieron antes de volver a su posición adecuada.
¿Y
ellos también deben pensar lo mismo? -. Dio Ralán refiriéndose al
enemigo ausente.
Isaan
no entendió las palabras de su amigo. Los ejércitos del Tejedor de
Muerte deseaban la muerte. Eso era lo que siempre había escuchado.
Había oído relatos de soldados veteranos que habían combatido en
la Frontera y en los que siempre se mencionaba la poca estima que
tenían por su propia existencia los Rugons, lo Madrons o cualquier
otro monstruoso súbdito del Enemigo Oscuro. Quizás ellos pensaran
que sí morirían aquel día.
No
debe importarnos eso a nosotros -. Corrigió a Ralán. - Por mí,
podrían morirse todos ahora mismo antes de venir a combatirnos.
Podríamos entrar en eso que parece una ciudad y encontrarlos
muertos a todos. Celebraríamos una fiesta y quizás nos enviasen a
la retaguardia, o a vigilar las tiendas de la Emperatriz -. Arqueó
una ceja ilusionado.
Los
tres callaron por un instante. ¡Vigilar las tiendas de la
Emperatriz! ¡Qué ocurrencia! pensaron los tres al unísono, pero
ninguno dijo nada al respecto. Eso estaba reservado para los
soldados de élite. No era misión para ellos, simples soldados de a
pie. Aunque hubieran combatido y sobrevivido a las primeras batallas
aún les quedaban muchos méritos y hazañas que cumplir para
ascender a esa categoría.
Mientras
duró aquel silencio, Isaan recordó los días de marcha atravesando
Adentor y la dura batalla del Puente Claudio, y también cuando
había permanecido en retaguardia atendiendo a los heridos o
conduciendo a los muertos a los Árboles del Luto o cargando
provisiones y armas para los soldados que luchaban en el frente o el
azaroso deambular por las tierras de la Frontera y el toque del
mago. Aquel toque misterioso y sutil. ¿Por qué lo había hecho?
¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría con los Donions? ¿Dónde estaba
aquel Dragón escupefuego?
Isaan,
¿crees que vendrá el Dragón? -. Le preguntó Eigor.
Eso
es lo que me gustaría, Eigor -. Respondió sin mucha confianza.
¿Por
qué no iba a ser así? Se preguntó Isaan. Allí estarían todos:
El Dragón, los magos, los veteranos de la Frontera. Aquella era la
primera ciudad de Hertzum que podía caer en sus manos después de
muchos siglos. Eso le hizo estremecerse. ¿Cómo podía el Enemigo
Oscuro dejarla caer sin un lucha feroz e implacable?
Sus
palabras le hicieron fijarse en la ciudad descubierta. La espesa
niebla que la había ocultado debía haberse retirado por alguna
oscura razón, pensó. ¿Cual sería? Nada bueno, seguro, se dijo.
Desde la sangrienta victoria del Puente Claudio, el camino a través
de las desoladas praderas de la Frontera había sido un fácil
paseo. Nadie se les había enfrentado, salvo aquel vuelo infame de
Cortadores de Alas a los que el Dragón había destruido con
facilidad. Luego, cuando los magos habían anunciado que el País
del Enemigo quedaba a menos de un día de camino y que la primera
ciudad aparecería ante sus ojos aquella tarde, había llegado la
niebla dorada y densa y el ejército se había detenido.
Tal
vez los manden a ellos primero....- susurró Ralán, sin mucha
convicción.
Isaan
parpadeó escéptico.
¡Eh,
mirad! -. La voz de Eigor, demasiado alta y sobrecogida, sorprendió
a varios soldados.
Frente
a los edificios negros, emergiendo de la tierra, aparecían formas
indefinidas de personas o seres grotescos de dos piernas. Desde la
distancia, su silueta era oscura y de tamaños diferentes.
Parecen
Rugons...- murmuró Eigor con voz temblorosa -...e incluso parece
que también hay Dravons...- titubeó.
¿Qué
ves, Isaan? -. Le preguntó Ralán.
Siempre
había tenido buena vista. Excelente, era la palabra exacta para
definirla. Veía con una claridad y a una distancia tal que sus
camaradas le llamaban en ocasiones “Ojos de Varana”. Todo
el mundo sabía que la Varana era un ave que distinguía a
sus presas desde muy arriba en el cielo y que era mucho más diestra
y hábil que las poderosas Águilas Ceniceras. Pero Isaan sabía,
además, que no poseía únicamente una vista espectacular, sino que
estaba en su naturaleza la comprensión del número exacto de las
unidades que distinguía con una mirada. Así, podía observar una
porción de arena en una playa y decir, sin margen de error, el
número justo de granitos de arena que había en ella o podía
observar un pino jorobado y exponer el número de agujas que tenía
en las ramas, cuales estaban enfermas y cuantas se preparaban para
caer.
De
momento cuento ochocientos veinticuatro Rugons -. Dijo al cabo. -
Pero salen muchos más. Al ritmo que van, en cinco minutos serán
más de cinco mil....- se inquietó. El ejército de la Emperatriz
era mucho más numeroso pero el enemigo era fuerte, agresivo y
formidable.
¿Hay
Dravons, Isaan? -. Preguntó Ralán nervioso.
Sí,
los había.
Menos
que Rugons -. Respondió.
El
compañero bufó desalentado.
¡Ah,
cuando nos lanzarán al ataque! -. Se quejó Eigor que se
impacientaba. El miedo le ponía nervioso y la incomodidad la
mitigaba con quejas.
Ni
Ralán ni Isaan le respondieron. Ambos pensaban que era mejor estar
allí, en la tensa espera, que cargar contra aquellas bestias
inmundas que brotaban de la tierra seca como ortigas negras.
Un
penacho de humo amarillo y gris pasó sobre ellos arrastrado por una
brisa invisible.
Esto
ya ha comenzado -. Murmuró Isaan.
Un
grupo de soldados situados a su izquierda, tal vez dos compañías
de doscientos hombres cada una, inició el camino hacia el frente.
El
enemigo no se organizaba sino que se agrupaba en pequeñas hordas.
Las figuras más altas y esbeltas, los Dravons, se alejaban de las
más pequeñas.
Sonó
un fiscordio. Fue un rugido majestuoso y potente que
estremeció a los soldados. Aquel poderoso canto borró el miedo de
sus corazones como si hubiera derramado agua sobre el viento.
El
enemigo corría hacia ellos y levantaba una estela de polvo.
Entonces,
una figura enorme les sobrevoló y su sombra fugaz pasó como una
exhalación.
¡El
Dragón, El Dragón! -. Gritaron los hombres y le vitorearon todos.
Tal
vez no tengamos que luchar -. Se alegraron los tres al unísono.
Si
embargo, para su sorpresa y pesar, el Dragón se alejó de los
desorganizados enemigos que corrían hacia ellos y se concentró en
la ciudad. Una llamarada brotó de sus enormes fauces e hizo
estallar varias casas. El rugido de la explosión llegó hasta ellos
unos instantes después.
Los
chillidos y los bramidos de los Rugons les alcanzaron. Los Dravons,
más retrasados, avanzaban caminando. Aquellos seres grotescos
parecía que ansiaban la muerte, pensó Isaan, al verlos correr
desesperados y ansiosos.
Los
soldados que se habían avanzado se detuvieron, alzaron las lanzas y
clavaron los escudos en tierra. Se parapetaron y aguardaron la
embestida.
Antes
de que les alcanzaran los monstruos, una nube de flechas brotó de
sus espaldas, realizó una parábola perfecta y se abatió sobre los
impetuosos corredores como la lluvia.
Numerosos
Rugons se detuvieron en seco, como si hubieran chocado contra un
muro de acero. Algunas de las flechas prendieron en sus cuerpos
peludos y en su último sufrimiento propagaron las llamas entre sus
congéneres.
¡Bien!
-. Rugió Eigor.
La
destrucción del Dragón era intensa en la ciudad. Las columnas de
fuego y la destrucción de los edificios superpuestos se sucedía
con abrumadora facilidad. Isaan presentía que la victoria estaba
próxima y se alegraba de no haber participado para nada en ella. Se
conformaba con contemplarla desde la distancia. Habría tiempo de
sobra para heroicidades, suspiró.
Los
Rugons supervivientes superaron a los caídos y se abalanzaron hacia
los escudos. Los soldados los rechazaron y se mantuvieron firmes en
sus posiciones.
Quinientos
veintisiete...- murmuró Isaan.
¿Quinientos
veintisiete? -. Inquirió Ralán.
Son
los que han muerto ya...aunque el Dragón no ha impedido que surjan
más del suelo. Parecen hormigas acosadas por el hambre...-
respondió éste.
¿Ahora
hay más? -. Preguntó Ralán contrariado.
Dos
mil dieciséis más -. Respondió el interpelado. No iba a ser una
victoria tan fácil.
¿Y
los Dravons?
Doscientos
justos. Esos sí parecen enemigos más peligrosos. Se han parado y
esperan que los Rugons abran alguna brecha en las filas de nuestros
soldados.
Ralán
murmuró una queja.
¿Cómo
son? No los veo bien...- susurró.
Isaan
los veía perfectamente. ¿Cómo definirlos? Eran seres extraños,
tan oscuros como estatuas de ébano. Iban desnudos y no tenían
sexo. En sus rostros no había ojos, ni nariz, ni boca alguna. Eran
simples globos oscuros sin gestos ni sentimientos. Eran grandes,
esbeltos y sus músculos parecían esculpidos en negro mármol; se
movían con agilidad y la espada que portaban parecía una
prolongación natural de su mano negra.
Parecen
de piedra oscura -. Acertó a decir. Sí. De piedra viva, animada
por alguna forma de magia inquietante y maligna.
¿Piedra?
No son de carne -. Protestó Ralán.- ¿Cómo se supone que vamos a
matar a bestias de piedra? -. Añadió confuso.
¿Con
magia, con golpes? -. Terció Eigor, más tranquilo y confiado.
Otro
penacho de humo flotó sobre ellos. En esta ocasión era amarillo,
gris y azul.
Inconscientemente,
Isaan miró el bordado de su manga izquierda, la del brazo que
sujetaba el escudo. Tres franjas idénticas a los colores del cielo
lucían allí.
¡Nos
toca! -. Exclamó con pesar.
¡Maldición!
-. Rugió Ralán.
¡Avanzad!
-. La voz del superior bramó a su espada.
El
primer paso fue el más difícil. El siguiente ya fue más natural y
con el tercero la preocupación abandonó su semblante. ¿Por qué
iba a morir ese día?
Los
Rugons, unas bestias peludas, de rostros confusos y pequeños ojos,
bramaban y golpeaban a sus compañeros, allá a lo lejos, pero no
lograban desbordar su posición. Caían y morían a cientos, pero
venían más tras ellos.
Ya
no podían detener el avance. Tras ellos venían más compañeros.
El polvo, los gritos y los aullidos volaban juntos.
Los
Dravons esperaban. El Dragón no reparaba en ellos, ensañado en la
ciudad. En aquellos momentos, había comenzado a cerrar los agujeros
por los que brotaban Rugons sin parar. El olor a carne quemada
alcanzó su nariz. El sonido de pisadas se hizo firme y fuerte. Los
Rugons iban hacia ellos, habían desbordado la línea. Corrían con
desesperación, con ansiedad, como bestias salvajes ávidas de
sangre.
¡Deteneos!
-. Gritó el oficial a su espalda. - ¡En posición! ¡Con firmeza y
valor!
El
bramido de aquellos seres les llegó nítido. Llevaban el torso
desnudo, los brazos cubiertos de cuero viejo o telas desgarradas,
eran gruesos y bajos, tenían los rostros completamente tapados por
el hirsuto y sucio pelaje, con los ojos negros y maliciosos,
sedientos y violentos, y las manos anchas con las que empuñaban
hachas pesadas, espadas cortas, cuchillos y mazas. No llevaban
escudos ni protección alguna.
Una
nueva descarga de flechas les detuvo de nuevo. Polvo, gritos, fuego.
La amalgama de sensaciones estridentes y horribles le ensordecieron.
Tras el caos, los Rugons se repusieron y les embistieron bramando.
Isaan
sintió el golpe en el brazo mientras el Rugon se ensartaba en la
lanza. Una espada larga voló hacia él pero la detuvo con el
escudo. Movió la lanza y la introdujo en las tripas oscuras de otro
monstruo. El herido abrió la boca y escupió sangre hacia él.
Luego cayó. Venían más. Retiró la lanza. A su lado, Eigor sufrió
la embestida de un Rugon particularmente grande. Su lanza penetró
en el pecho de la bestia y se quebró.
¡Maldita
sea! -. Gritó éste pues se había quedado sin arma larga.
Varios
Rugons golpearon el escudo de Eigor y lo echaron al suelo. Habían
abierto una brecha.
Isaan
vio como uno de aquellos salvajes levantaba su hacha mellada para
descargarla sobre el vientre de su amigo. Volteó la lanza y alcanzó
al enemigo en el brazo. La sorpresa desfiguró el rostro del Rugon
mientras se desembarazaba de la lanza. Eigor aprovechó el momento
para ensartarlo con su espada corta. El enemigo cayó hacia el
costado. Dos compañeros ocuparon el hueco que había dejado Eigor y
empujaron a las nuevas bestias que se abalanzaban sobre ellos.
¿Estás
herido? -. Preguntó Isaan.
¡No,no!
-. Gritó Eigor mientras se levantaba.
Entonces,
como si se hubieran acabado los enemigos peludos, aparecieron los
Dravons. Eran tan grandes que se alzaban sobre sus cabezas más de
un cuerpo entero. Como carecían de rostro nadie podía determinar
qué sentimientos les espoleaban en aquellos instantes. Eran
esbeltos y sus cuerpos negros, como de ónice, se movían rápidos y
brutales. Descargaron las espadas sobre los soldados que les habían
adelantado instantes antes y quebraron sus escudos. La sangre de sus
compañeros regó la tierra polvorienta.
¡Malditos!
-. Bramó Isaan, pero ya la espada de aquel gigante se abatía sobre
él.
Movió
el brazo con rapidez y el arma dividió el escudo en horizontal. Se
sentía como borracho de ira y odio hacia aquel ser abyecto y
enorme. Le tiró un lanzazo y el arma se quebró, como si hubiera
chocado contra una roca.
Alguien
le golpeó por la derecha y sintió un dolor atroz y profundo.
Mientras caía vio pasar una espada sobre su cabeza que le tiró el
casco y escuchó un estallido metálico que le ensordeció. Había
sangre roja en el suelo, pelos, restos humanos. Por el rabillo del
ojo, mientras el polvo se espesaba, vio al Dravon asediado por
varios soldados. Le dolían las costillas pero no sentía la humedad
de la sangre. ¡Qué dolor! Susurró. Una forma humana voló sobre
él y sus pies le golpearon. Otra persona le cayó encima. Se estaba
enterrando entre caídos. Más gritos. Cascos, caballos. Una forma
acorazada cargó contra el Dravon con tal ímpetu que el impacto
derribó al animal. El jinete de acero voló por los aires y cayó
con estrépito. El caballo bramaba y trataba de levantarse. Isaan
apartó el cadáver que tenía encima. El caos danzaba a su
alrededor. El Dravon parecía más bajo y había perdido las armas.
No sabía cómo pero no tenía espada ni daga. El trozo de escudo
aún pendía de su brazo. Se levantó y lo tiró. Había muchos
jinetes asediando a los Dravons. Los Rugons alfombraban el suelo o
ardían en piras. El enemigo de piedra que le había empujado no
podía levantarse. No tenía piernas. No sangraba. Era como si se
hubiera roto una estatua vulgar y corriente. El jinete que lo había
derribado llevaba una maza. La tenía aferrada a su mano muerta. Era
un arma. El Dravon se arrastraba por el suelo. Se había quedado sin
el brazo de la espada. Las estrías de su cuerpo no goteaban sangre
ni dolor. Isaan cogió la maza, caminó renqueante y embotado hacia
el Dravon, esquivó el brazo que le quedaba y descargó toda su
furia sobre la cabeza de éste. Como si hubiera golpeado una roca,
el cráneo estalló en esquirlas negras. Después, el Dravon cayó
al suelo. Se sentía muy cansado y aturdido. ¿Dónde estaban sus
amigos? ¿Cómo iba a buscarlos entre aquel caos de cuerpos, polvo y
gritos?
Los
jinetes acabaron con los Dravons restantes. El Dragón sobrevolaba
el cielo y lanzaba llamaradas muy finas para incinerar a los Rugons
que aún pululaban como hormigas perdidas.
De
repente, una luz repugnante inundó de una claridad devastadora el
aire. Isaan se ahogaba envuelto en aquel resplandor acongojante.
Sintió que se quedaba sin fuerzas, que el dolor de sus costillas se
acrecentaba como si fuese un parásito y quisiese agujerear su
cuerpo. Y tras el dolor llegó el abandono. ¿Qué le importaba
morir allí mismo y en aquel preciso instante? Ya no habría más
dolor, ni más dudas, ni más abatimiento. ¿Qué era la vida sino
un tránsito infinito e inútil por una senda interminable de dolor?
Sus pensamientos se volvieron lúgubres y trastornados. Si en aquel
mismo instante un verdugo hubiese reclamado su cabeza, se la hubiera
ofrecido con alegría, con excitación y sin remordimientos.
Observó
a su alrededor, necesitado de acabar con su vida. Todos los
supervivientes se habían arrodillado o acuclillado esperando, como
él, arrojar su existencia al abismo de la muerte. Era un deseo
irreprimible, consciente y necesario.
La
luz parpadeó un instante y el cielo recobró su color azul
desvaído. Los penachos de humo coloreado lo sobrevolaban.
¿Qué
era lo que había deseado? ¡Morir! Sintió que se asqueaba. ¿Cómo
podía pensar semejante cosa? ¡Sobreviviría!
¿Qué
nos ocurre? -. Preguntó alguien que se incorporaba a su lado. No
era nadie conocido. Un soldado más, un compañero inesperado.
Miraron
al frente. Había muchos más como ellos dos que se recobraban, que
renacían. Aquel impulso había cesado tal y como había llegado.
Recogió la maza. Sus ojos claros y hábiles distinguieron la lucha.
El mago tenía el aspecto de un gigante y brillaba. Mejor dicho,
relumbraba. A su alrededor parecía que se había instalado una
tormenta de relámpagos que centelleaban con indómita velocidad. Su
rival era indefinible. Constituía una forma física amorfa,
cambiante, como una nube volcánica insuflada de violencia y terror.
El
trueno ensordecedor llegó de repente. El mismo aire se rompió en
pedazos y golpeó a los soldados con tal fuerza que levantó a los
más próximos como hojas arrancadas por el otoño.
Isaan
se golpeó la espalda y a punto estuvo de clavarse una espada
abandonada en su caída.
¿Qué
es eso?
El
humo se alzaba sobre el mago. La luz del día caía en su masa y
perecía. Crecía cual niebla embravecida.
Isaan
tuvo miedo. La niebla oscura se había tragado al mago reluciente.
¡Viene!
-. Gritó alguien tan cercano y desesperado que tembló al
escucharlo.
¿Quién
venía?
La
niebla, solo la niebla densa, oscura, irritante.
Sin
embargo, de pronto, se detuvo. Como si hubiera alcanzado un límite
invisible que no podía superar. Y, a partir de aquel punto, comenzó
un retroceso aún más rápido mientras se desvanecía.
El
soldado respiró aliviado y se incorporó para observar qué
ocurría.
La
niebla se retraía, se guardaba en sí misma, se retiraba.
Llegó
a un punto en que la figura del mago cuyo resplandor había
aumentado emergió y la destrozó en diminutos jirones hasta hacerla
languidecer sobre el suelo cargado de muertos.
Luego,
lentamente, la forma alta de una columna de piedra negra fue lo
último que se percibió con nitidez.
El
mago avanzó hacia ella y la golpeó.
La
columna se estremeció y se derrumbó sobre sí misma levantando una
ola de repugnancia.
Así
acabó todo.
Isaan
vio como la ilusión con la que había percibido el gigantesco
tamaño del mago se descubría un engaño.
Un
regimiento de jinetes pasó cercano y cabalgó hacia la ciudad
negra. Sintió ganas de vitorearles.
Ya
solo quedaban cadáveres a su alrededor. Soldados, compañeros,
desconocidos. Rugons, Dravons. Y heridos, gritos y lamentos.
Se
miró en el rostro de los hombres. Vio fatiga y alivio. Había
sobrevivido. Por el momento.
¡Adelante!
-. Gritó alguien.
Era
un comandante. ¿De dónde venía?
Vamos
amigos...- se escuchó decir. No veía a Eigor y a Ralán por
ninguna parte. - Espero que no hayan muerto...- suspiró.